Entre la rabia y la impotencia

Esto ya no puede seguir así. Caminando cuadra y media por el centro para llegar a un conocido bar, el muchacho adicto se acercó a pedir “una ayuda”. Ante la negativa amable se envalentonó y subió el tono, por lo que tuve que reaccionar de la misma forma. Al final, el joven se retiró maldiciendo y a mí me quedó un malestar por el resto de ese día.

Esta escena es cotidiana y las imágenes ya son repetidas: plazas convertidas en lugares de venta de drogas, casas y familias que se protegen detrás de rejas y un sistema penal “parche”, que se limita a encerrar -muchas veces ni eso- a adictos que apenas afuera reinciden. Hace 20 años lo veíamos en escenas de películas ambientadas en Los Ángeles: hoy este círculo perverso está instalado en Paraguay y crece a la par de la violencia que conlleva, creando una justificada sensación de inseguridad.

La estadística es muy compleja. Empecemos por el cálculo más sencillo. Ocho de cada diez delitos violentos son cometidos por personas drogadas. Desde un apriete en la calle hasta asaltos a mano armada, desde actos de violencia doméstica hasta el hurto en supermercados, la droga está allí. Esto lo confirman la policía, fiscalía y el propio ministro del Interior.

El tamaño del problema abruma. Solo en Asunción y el Departamento Central se cuentan 90.000 jóvenes menores de 25 años atrapados en la adicción, según datos oficiales. A ellos se deben sumar 67.300 casos más detectados en el resto del Departamento Central y los 22.000 registros formales de la capital, cifras que -lastimosamente- hasta parecen conservadoras.

En las aulas, el Observatorio Paraguayo de Drogas calcula que el 10,3 % de los escolares ya probó algún estupefaciente ilícito. A los 14 años, muchos de nuestros chicos conocen el olor del “chespi” o te dicen caminando por la calle “aquí se está fumando un porrito”. Señales de alerta que no podemos ignorar.

Este negocio perverso, porque eso es lo que es, pone a disposición del público interesado un abanico de ofertas que van desde la cocaína, seguida por la marihuana, continuando luego con un cóctel compuesto por el crac, opioides varios y el fentanilo que está asomando. El microtráfico hace su trabajo maldito al amparo de autoridades corruptas y la estrella -hasta el momento- es el chespi: barato, devastador y presente en todos los barrios marginales.

La condición desesperada del adicto buscando financiar su próxima dosis es la causante de que el 80% de las rapiñas registradas por la Senad los tengan como protagonistas. Y cada acto de consumo deja detrás suyo una estela de robos menores, violencia familiar y, en escala ascendente, sicariato amateur. Cínicos, nos escandalizamos ante el deliverista asesinado en un barrio periférico, pero no se toman medidas reales.

En este orden de cosas, el Gobierno inauguró en el 2023 la estrategia Sumar, una alianza de 22 instituciones que prometía prevención en las escuelas, protocolos sanitarios y centros de rehabilitación montados sobre bienes incautados al narcotráfico. Al lanzar la campaña se habló de “devolver la seguridad a los barrios” y “decir chau al chespi”.

Duele decirlo, pero… 18 meses después, el balance es pobre: los presupuestos previstos no llegaron, los centros no abrieron y las autoridades del Congreso reciben reclamos de que los planes Sumar y Chau Chespi no dieron resultados. La promesa electoral, una vez más, se trancó entre la burocracia y la factura política.

Mientras, la droga sigue filtrándose por cada rendija: en el recreo de la escuela, en la fiesta de quince, también en entorno de familias donde se normaliza el alcohol como iniciación. Culpar solo al Estado resulta cómodo; admitir nuestra complicidad diaria, incómodo pero necesario.

La verdad brutal es que la droga está en todas partes y nos alcanza a todos. Hacer casi nada -la regla actual- es la peor de las respuestas: prolongan la rabia de la víctima (que somos todos en realidad) y la condición del adicto. Mientras tanto, la delicada paz social se sacuda entre disparo y disparo.

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